¡Apagad la motosierra!
Nos abrazamos a los árboles que están a punto de ser sacrificados en la hoguera insaciable del consumo planetario y lamentamos tan supina inconsciencia, tan mayúsculo atropello. Abrazamos su silente quejido y nos preguntamos si hay diferencia entre los gobiernos de los “trabajadores” y de los “hacendados”. En medio del océano verde codiciado, del inmenso espacio salvaje acorralado, de la reserva indispensable de aire puro, nos preguntamos por esa clase de socialismo poco solidario con la vida. El golpe a la Amazonia que no dieron los gobiernos militares, ni los de la socialdemocracia, lo está asestando el gobierno del Partido de los Trabajadores.
Con todo el dolor le espetaremos a Lula que casi todo era mentira, que no hay liberación alguna de los trabajadores que no esté ligada a su itinerario, a su vínculo con la Madre Naturaleza, a su respeto exquisito. Nos atamos en la distancia a esos árboles a punto de ser talados y cuestionamos las ideologías, sobre todo las de excavadora y motosierra, las de tierra quemada. ¿Señor Lula, señora Rousseff, qué arcadia proletaria dejaremos para el mañana, cuando no queden árboles sobre la tierra? Por favor, ya no nos menten revoluciones, no nos hablen de libertad, que nosotros queremos vivir en paz, en armonía, en sostenibilidad, en el corazón del bosque, de ése inmenso que es un poco de todos, en el corazón de los bosques y valles de este planeta bendito.
Nos preguntamos por el artificio de sus proyectos, por su utopía sin sombra de hojas verdes. No hay sueño que pueda encarnar en sus megaciudades, por mucho que se esmeren en limpiarlas de las “lacras” de nuestros días. ¿Qué suerte de liberación es posible prometer en medio del violento, antinatural y asfixiante macroasfalto? Con toda la ilusión que nos provocó que un ex-metalúrgico, un hombre comprometido con los más desheredados del Brasil, alcanzara la presidencia del país, con todo el entusiasmo que nos despertó aquel ex-tornero que se conjuró contra el hambre, vemos con tristeza como se desmoronan aquellas quimeras. ¿Qué nos importa si las excavadoras y las motosierras son de izquierdas o de derechas, si al fin y al cabo arrasan igualmente con nuestros bosques, qué nos importa que las chimeneas sean rojas o azules si al fin y al cabo contaminan igualmente nuestro único aire?
Las motosierras que ya calientan apuntan a algo no sólo querido, sino imprescindible. Ojalá no se consume el atentado mortal de la nueva presidenta al pulmón del planeta. Ojala Dilma Rousseff “apague la motosierra” y atienda el clamor de la gente sensible en su país y el mundo entero. ¿Hasta cuándo nos aprovecharemos de esa callada paciencia de todo el mundo vegetal? ¿Cuándo concluiremos que nuestro destino está absolutamente ligado al de la vida natural, al de los reinos hermanos que nos rodean? Las izquierdas allende el Atlántico se asemejan a las de estos páramos. Nos entra el vértigo cuando sus políticos hablan de activación de consumo y lejos de imaginar más felicidad en la mirada de las gentes, sólo visualizamos una tierra más expoliada. En estos tiempos de crisis por “mono-tema” y “mono-preocupación”, todo está supeditado al nuevo becerro por nombre “puesto de trabajo”. Lo que se produzca es lo menos, sólo importa aumentar el número de asalariados, cuando nuestra verdadera crisis está en el filo de esas motosierras, en el filo de la codicia humana, en esas fábricas, en esa civilización caducada que ya no saben qué inventarse para que sigamos consumiendo.
Estamos saturados de unos sindicatos que tan a menudo ponen sobre la mesa vanas y egoístas cuestiones. Estamos ya muy cansados de una izquierda que defiende poco más que el bolsillo, a quien le importa un comino la tierra, el Amazonas, el cambio climático. No hay avance humano que no pase por el reencuentro con la Madre tierra, con la fuente de toda vida que las gentes y formaciones, supuestamente de progreso, también están destruyendo.
Hundimos nuestras uñas en esa tierra sentenciada, nos amarramos a sus acacias gigantes y emitimos una alerta sonora. La izquierda urbana, por supuesto también la derecha, tienen que empezar a saber que nosotros/as somos esos árboles centenarios, somos esas plantas exuberantes, esas selvas amenazadas, esa tierra tan castigada…, que no hay asomo de futuro, si nos quitan esa biodiversidad con la que estamos íntimamente ligados. No queremos más consumo, queremos más árboles, más huertos ecológicos, queremos más y más desbordante vida, más y más y más jardines sobre la tierra, más y más cooperar y compartir. Callen esas reivindicaciones que sólo nos hablan de pagas extraordinarias, de años de jubilación… ¿Para qué queremos jubilarnos antes, si no tenemos arboledas para pasear, ni una tierra pura y bella para disfrutar?
Estamos cansados de las ideologías, del baile de la alternancia para que en realidad nada sustancial cambie. ¿Es que los socialistas, en todos estos años de poder, han apostado por la tierra? La única verdadera ecologista que se sentó en su Consejo de Ministros, Cristina Narbona, fue apeada porque iba en serio, porque comenzó a defender la tierra con sinceridad y firmeza. Durban no ha conseguido frenar el cambio climático. Los más grandes contaminantes, los países más responsables siguen mirando para otro lado. Obama necesita ganar las próximas presidenciales, pero el planeta necesita ganar esta apuesta más definitiva contra el calentamiento global. Nada nos desaliente, sigamos abrazados a esos árboles, a esos bosques, a esa Vida sagrada doquiera que palpite.
Sí, somos selva, somos bosque. Nuestra sangre es también su savia. No más desangre de motosierras, no más hermanos talados, no más Amazonia amenazada.
Koldo Aldai